Durante mucho tiempo, la educación ambiental se limitó a ocupar una reducida cantidad de tiempo en las instituciones educativas. Hoy en día, ante el impulso de jóvenes preocupados por el cuidado del ambiente, es necesario repensar los vínculos de la ecología con cada área de la vida individual y comunitaria.
Por Manuel María Bianchi
Encuestas y estudios internacionales coinciden en que la mayoría de los jóvenes del mundo muestran preocupación por la salud del planeta y demandan acción para evitar los efectos adversos del cambio climático. Las nuevas generaciones traen consigo una sensibilidad ecológica que clama por justicia en una sociedad atravesada por la cultura del descarte. Son jóvenes que demandan un cambio sistémico en los modos de producir y de relacionarse. Exigen a gobiernos, empresas e instituciones.
Hay una institución en cuyos pasillos desfilan cada año miles de jóvenes con sueños, preocupaciones y esperanzas: la escuela. Este espacio de aprendizaje no aborda aún integralmente el cuidado ambiental ni contribuye socialmente a la formación de ciudadanos ecológicos. Pero ¿cómo se debería educar ecológicamente en las escuelas?
Durante mucho tiempo, la educación ambiental se limitó a ocupar una reducida cantidad de tiempo en las escuelas, ya fuera por medio de unidades temáticas dentro de una asignatura científica, talleres, conmemoraciones de fechas significativas o proyectos aislados. Los escasos resultados en términos de cambios de hábitos y de conciencia dejan al descubierto el pobre papel que ha cumplido un agente de transformación como la escuela en un desafío que día a día se vuelve cada vez más urgente.
En un mundo que subestima la voz de los jóvenes, la escuela tiene la necesidad de alzarse como un puente entre el compromiso por el cuidado de nuestra casa común y la participación de todos los actores de la sociedad civil. Pero la violencia contaminó su hábitat, como una suerte de continuidad de lo que sucede más allá de sus paredes. En los procesos de enseñanza aún se reproduce un modelo de ciudadano ligado a un antropocentrismo que promueve una relación desequilibrada entre el ser humano y el mundo. En un contexto donde están en riesgo las condiciones de habitabilidad de la especie humana, el desafío de todas las escuelas es volver a la pregunta que Herbert Spencer se hizo dos siglos atrás: ¿cuál es el conocimiento valioso?.
Los tiempos actuales nos convocan a repensar la escuela que queremos construir para las nuevas generaciones y la ecología integral nos da la oportunidad de enfrentar la realidad desde una mirada que encuentra los vínculos de lo ecológico con lo político, económico, social, espiritual y cultural.
La escuela no está únicamente llamada a revisar sus prácticas, proyectos, infraestructura y gramática en orden de promover una mayor concientización ambiental. En este nuevo modelo de escuela, la naturaleza tendrá que participar como un escenario de aprendizaje y la ecología integral deberá ser parte de la personalidad institucional.
Entender que estamos ante una crisis socioambiental es el primer paso para orientar los diseños curriculares hacia una ecología integral. Esto significa romper con la estructura de los conocimientos fragmentados y avanzar hacia un currículum donde prime la circularidad entre los contenidos, permitiendo las interacciones entre distintas áreas y sistemas. No se trata únicamente de abordar temáticas como el cambio climático, la deforestación y la bioconservación. Eso ya no alcanza. La escuela forma para la vida y el currículum ya no puede ignorar las necesidades que se desprenden de las relaciones entre el ser humano y el ecosistema en el que vive. Un currículum ecológico implica el aprendizaje de capacidades y valores, de entender que todo está conectado y que todos formamos parte de la misma casa, que es la Tierra. Consiste en una reforma curricular que tiene como objetivo la formación de estudiantes con un pensamiento crítico y constructivo, capaces de contribuir en la construcción de un futuro sostenible, justo y de paz a través de un estilo de vida compasivo con todas las vidas que coexisten.
Promover la concientización sobre la biodiversidad a través de la literatura, implementar el Aprendizaje Basado en Proyectos para medir la huella de carbono de la escuela o hacer participar a todo el personal en la gestión de residuos pueden ser algunas prácticas concretas a la hora de ser una escuela atravesada por los principios de la ecología integral.
La ecología integral en el ámbito escolar permite que los estudiantes conciban a la escuela como la casa propia a la que hay que cuidar y proteger, lo que despierta desde temprana edad una serie de hábitos y conductas inherentes a una visión ecocéntrica. De esta manera, la variable de la sustentabilidad se incorpora al proyecto vital de los estudiantes.
La escuela lucha para no quedar contaminada de un sistema que empuja hacia un modelo de desarrollo incompatible con nuestro sentido de la existencia. Un posible camino es formar ciudadanos que se animen a proponer una contracultura basada en el paradigma del cuidado. Una educación para el cuidado que, en palabras del académico colombiano Bernardo Toro, enseñe a la persona humana a cuidar de sí mismo, de los cercanos, de los lejanos, de los extraños y del planeta.
Educar es un acto de esperanza porque es creer que un aprendizaje puede despertar un sinfín de acciones. Una educación que promueva una ecología integral posiciona a las escuelas como faros de luz para nuestros tiempos. Los educadores estamos invitados a aplicar “la regla de las tres R” en el ámbito educativo: Reducir prácticas que alimentan un consumo desmedido, Reutilizar las herramientas a nuestro alcance y Reciclar los diseños curriculares desde el desarrollo docente para cultivar el cuidado. Así, la escuela podrá regenerarse en una casa común para estudiantes, docentes, familias y directivos, y vivenciar así que el todo es superior a la parte.